viernes, 16 de septiembre de 2011



Reían y hablaban, o estaban sin más en aquellos escalones. Detrás estaban situadas unas taquillas metálicas enormes en las que habían depositado objetos diversos minutos antes. A unos metros, otros tantos jugaban al fútbol, se escuchaban sus gritos y las nikes sobre el asfalto. Mientras, me encontraba observando la escena en total silencio; mirando sus caras, sus gestos, escrutando la felicidad. Había un parque con ficus enormes, detrás se alzaban edificios grises con grandes ventanales, el cielo era azul y en él había trazadas nubes blancas y esponjosas. Y allí, a lo lejos, lo vi. Parpadeé reiteradas veces, tanto que hasta las pestañan se quedaban solapadas por el rimmel. Miré a Ele, ¿acaso no lo veía? Acto seguido me fijé en Uve, que miraba con la boca abierta el cielo, como ido. A lo lejos vi a Pe, que corría y resoplaba ajeno a lo demás. Un camaleón surcaba el cielo, joder. ¡Un camaleón!... ¡Volaba! Su piel dura actuaba como espejo y el sol se reflejaba en ella, entonces todo eran centellas verdosas y marrones sobre el azul de la mañana (porque creo que era por la mañana). Y de pronto otro camaleón. Era asombroso, sus colas moviéndose al compás, persiguiéndose, jugando entre las hojas y las barandillas de los balcones de los edificios. Entonces, el espectáculo alcanzó el clímax cuando apareció un agaponi de enormes dimensiones, quizá tres metros o quizá cinco. Allí estaba, encogido sobre el edificio hasta que vislumbró a aquellos putos camaleones con alas y desplegó sus enormes alas violetas, cubriéndolo todo.




Mi sueño del pasado martes, para la oniroteca de Efe.

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