lunes, 28 de noviembre de 2011

pierdo la razón cuando salen de mi corazón: animales.

Reina el caos dentro de estas cuatro paredes blancas. Se agolpan los pósters, fotos y espejos llenos de frases escritas con pintalabios de color rojo. Enormes pelusas ruedan por el suelo sorteando cojines, colchones y sacos de dormir; tratando de trazas círculos concéntricos sin el menor sentido. También hay varios tocadiscos y un jukebox que coexisten con un mp3 de color azul eléctrico, que no dejan de sonar a su antojo. Y es tan difícil concentrarse en una sola canción y reconocerla, como lo es atrapar las letras que escapan de los libros que ocupan la estancia. Unos cuantos mecheros de diferentes colores se agolpan en una esquina, junto a los distintos pedazos de cachimbas y entradas de conciertos. Justo al lado de la carcasa del disco de making movies de los dire straits hay un puñado de cartas escritas por niños con las muelas picadas. Botellas de cristal que aún contienen algo de alcohol, cajetillas de lucky strike y colillas, fichas de póker y un dos de copas. Unos pequeños montones de ropa en los que predomina el negro, unos cuantos anillos de plata y relojes que repiten sin cesar su tic-tac apagado. Incluso se puede vislumbrar cómo en las paredes se proyectan diferentes películas, sobre los pósters, las fotos, los espejos...creo que acabo de ver a Scarlata O'Hara pellizcándose las mejillas. ¡Y el olor! Se mezclan distintos aromas en este misero cuartucho; perfumes con nombre de mujer, el olor a tierra mojada, a leña, pan recién hecho, marihuana, desodorante de tío, tabaco y canelones de mi yaya.

Y harta ya de este sin sentido vienen a mí las luces de las farolas de la calle a traer un poco de cordura. Sirviéndome de mis frías y tísicas manos, comienzo a aniquilar todo aquello. Comienzo con abrir las inmesas ventanas para dejar ir aquel aroma nauseabundo, después rompo con las melodías; una a una. Amontono cada uno de los objetos en el centro y les prendo fuego. Limpio con esmero todo aquello, sin dejar rastro de cenizas y restos de lápices alpino. Ahora se pueden ver las paredes dolorosamente blancas. El suelo está impoluto, en él se refleja la luz que emana de una pequeña bombilla situada en el centro del techo.

Entonces, me siento como un indio en el centro de la habitación y espero. Espero a la nada, espero al silencio. Observo mi arte hecho sobriedad y anestesia. Viene a mí la paz más absoluta. Los dedos de mis manos tiemblan en espasmos, mis ojos se abren en su totalidad. Puedo escuchar el silencio, sentirlo y tocarlo. Y se me llenan de felicidad los pulmones con aquella nueva ignorancia y esa levedad.

Mi olfato me traiciona tras cerrar los ojos, creyendo oler a salitre. Me niego en rotundo, huyendo de ese olor a rancio y sustento del antes de ayer. Intento concentrarme en la nada , sin éxito. Oigo un murmullo, un movimiento suave y decidido. De pronto, aparecen granos de arena, deslizándose por las paredes y el suelo. La arena empieza ocupar todo el espacio y el olor a mar es infumable. Los ojos se me inundan de una fría y punzante agua, cayendo en abismos al creerme incapaz de toda revolución.

Llaman a la puerta y me incorporo indecisa para abrirla, extrañada por quién habrá detrás. Tropiezo incontables veces, hundiéndome en aquellas dunas, hasta creo haber visto un cangrejo rojizo cerca de mi pie derecho. Consigo alcanzar la puerta y con un enorme esfuerzo la entreabro. Lo veo, ahí está con esa media sonrisa tan suya y esas manos de artista metidas en los bolsillos del vaquero, mientras tararea una canción que no consigo reconocer.

-Hola, he venido a devolverte el libro que me dejaste.

Maldita oportunidad, me digo. Miro al interior con miedo y me sorprende la vida y el tiempo al ver que ya no existe. De la arena ni rastro queda, ni siquiera puedo oler el amargo salitre. Sonrío a la nada y al pasado con burla, con la cabeza bien alta. Me acicalo el pelo, sonrío y suelto:

-Pasa, anda.



El cangrejo rojizo camina dirigiéndose tras aquellas murallas, qué poco sabe de la vida, qué ingenuo.

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